GATICIDIO

                                                                                                                           

—¡Miaaaaaauuuuuuuu!
Javier sacudió la cabeza, sin convicción.
—Tu madre no te va dejar.
—¿Qué te apuestas?
—¿Qué me voy a apostar? Si está cantado.
—Tres duros, chaval. Ya lo verás.
Volvieron a la aldea. Por la alameda de los vencidos. Un camino pedregoso donde, decían, se hallaban sepultados los rojos, fusilados y enterrados en fosa común. Era un pueblo conquense dividido en sus emociones, en sus vivencias, como el resto. Y los paisanos muy beatos, muy estrictos. La madre del Inda también.
Javier entró a la casona. Un caldero de carne humeaba en la lumbre, y la tía Benigna removía el guisado con cucharón de madera.
—Tía.
—¿Qué tripa se te ha roto, rapaz?
—Que digo yo que si le propusieran tener un huésped…
—Pero ¿qué tontadas dices, muchacho? ¿quién va a querer venir aquí?
—No si querer, querer, no es. Pero si le trajeran…
—Suéltalo ya, niño bobo. Si trajeran ¿a quién?
La tía Benigna empezaba a perder la paciencia. Se remangó la camisa y se mesó las manos en el delantal. Su mirada denotaba exasperación.
—Es que, son gatitos. Recién nacidos.
La anciana estalló en carcajadas.
—Acabáramos. ¿Así que son mininos?
—Sí.
—Pues sabes que no me gustan los gatos. Satanás se encarnó en uno de ésos.
—Satanás no existe, tía.
—Demonio de chiquillo. ¿No va a existir? Te quiero confesado y comulgado. Y basta de tonterías. ¡Venga!
Javier comió en un periquete. Durmió una siesta de zozobra, donde centenares de gatos se revolvían en la Cueva del Madero, y sus maullidos se escuchaban en la parroquia. El cura callaba de súbito asustado. Y la tía Benigna se reía, se reía…
Esa tarde se confesó. Que el diablo existía, le aseveró el sacerdote. Dos avemarías de penitencia y a misa el domingo a las ocho, donde recibiría la santísima comunión.
A la mañana siguiente, camino del instituto …
—¡Inda, espera!
El chico llevaba los ojos hinchados, hinchados de tanto llorar.
—¿Qué ha dicho tu madre?
—Pues que no.
—Si ya te lo decía yo. Mi tía dijo lo mismo.
—Tres duros te debo.
—Te los guardas.
El Inda era un buen chico. Sensible como ninguno. Cumplidor de su palabra. Su madre era una vieja amargada, porque al padre lo mataron en la guerra. Y le dieron sepultura con los otros, en la alameda. Por eso lo pagaba con el niño. Broncas por todo. Y algún tortazo en la cara. El lloraba y se escondía, para que no lo viéramos llorar. Ni la marca de la mano.
Pasaron muchos días. Y a Javier no se le iba de la cabeza la camada de gatitos. Sin madre. Sin alimento. Los dos amigos les llevaban leche y panecillos al salir de clase. Pero un día el Inda vino con una marca en la cara. Su madre lo había pillado hurgando la despensa. Para los gatos. Y Benigna tenía la alacena bajo llave. Así que los gatitos, que llevaban dos días sin comida, iban a morir.
—A la salida nos vamos, Javier. A la Cueva del Madero.
—¿Tienes comida?
—Tengo un lugar donde llevar a esos desdichados.
—¿Un lugar Inda? ¿Qué lugar es ése?
—Uno donde no sufrirán más.
Y se secó una lágrima que caía por su mejilla rolliza y pecosa, como si los gatos fueran personas, o parientes suyos. El Inda amaba a esos gatitos. A todo el mundo.
Llegaron a la guarida de los cachorrillos. Los tomaron en sus brazos, eran seis o siete. Acurrucados en un rincón, diminutos, casi sin pelo, sonrosados y famélicos. Sus maullidos se metían en el cerebro de los dos amigos. Uno de ellos apenas se movía. Javier se acercó y lo examinó concienzudamente.
—Creo que está muerto.
—Lo está.
Se miraron. Agacharon la cabeza y se distanciaron. Uno del otro y ambos de los gatitos-bebé.
El Inda cogió una piedra. Otra más. Y otra. Del tamaño de una patata. Tragó saliva.
Las lanzó contra los gatos, con calma, con rabia, con ira calmosa. Una y otra vez. Javier miraba espantado.
Los quejidos se mezclaban con el olor a sangre y las lágrimas del Inda. Y una voz. La suya: «Para que no sufran. Irán con mi padre, a ese lugar donde van los buenos».
Javier abrazó al Inda, y se entristeció por los gatos.
Pensó en el diablo.
Y vomitó.

Xenia Rambla

Noviembre MMXV

(Una anécdota de Javier en un pueblo conquense en los setenta, que ha inspirado mi novela actual «Tan Adentro»)

20 opiniones en “GATICIDIO”

  1. A mi los gatos, personalmente, me provocan, ni mirarlos.pero a satanas lo veo encarnado diariamente en humanos. Y …. sin haber pasado por el purgatorio .

  2. Estremecedor, hacen falta relatos así, no todos los finales deben ser felices, eso no es original. Vamos que me ha gustado mucho.

  3. Historia dura, pero hermosa, con la suficiente dosis de crueldad. Creo que ganaría mucho si no se ambientara en la posguerra. La rabia, la frustración, el cruel desahogo no precisan de represiones políticas. Están constantemente entre nosotros.

  4. Me ha gustado mucho, me parece un relato muy realista. Yo que soy de campo he visto muchas veces, justo en esa época de los setenta, cómo se mataban las camadas de perros y gatos. Ahora puede parecer cruel, pero entonces era así. Los niños de tu relato, aprenden de lo que ven.

  5. Xenia: Acabo de leer « Gaticidio » y me ha gustado mucho. También me parece muy triste y descarnada por lo directa que es , pero en la vida también existe la tristeza sin contemplaciones. Creo que a esta impresión contribuye el que la guerra esté en el trasfondo.

  6. Conmovedor, tierno y triste a un tiempo. Me recuerda el ambiente que recrea Delibes en sus relatos de la vida rural de mediados del siglo XX. Me ha encantado, Xenia

  7. Magnifica narración Xenia, has movido todo tipo de sensaciones y sentimientos y me he trasladado a ese pueblo con sus gentes y sus vidas.
    Sigue compartiendo, me gusta leer!

  8. Describes con certeza la esencia del ser humano: ¿La contradicción?
    Al amor puro y el valor temerario de la adolescencia lo disfrazas hábilmente de crueldad. Son las ventajas de aplicar tu grado en sícología a la literatura.
    Estupendo relato que por alguna razón me transmite cercanía.

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